Página 12, Suplemento Las 12, 25 de mayo de 2012
La adolescencia es un problema, la violencia escolar puede llevar a trastornos psíquicos de por vida, los chicos están hiperactivos y necesitan medicación, las nenas están desatentas y agresivas y todo tiempo pasado fue mejor. Este es el diagnóstico de los medios de comunicación, docentes y muchas mamás y papás frente a problemas reales reforzados con etiquetas que estimulan nuevas violencias.
Juan le pegó a un docente. Mara fumó un porro. Leandro escupió a un compañero. Clarisa y Brenda se agarraron en la puerta de la escuela. Laura le sacó el novio a Lena. Los problemas son muchos y existen. Sin embargo, Perla Zelmanovich, psicoanalista e investigadora principal de Flacso en el área de Educación, sostiene que hay que diferenciar cada conflicto y abordarlo de manera particular, que no hay que estigmatizar a los y las adolescentes y que los rótulos médicos y mediáticos sólo perpetúan los conflictos que pueden surgir en la adolescencia y no generan alternativas ni mejoras.
“Decir que un chico tiene déficit de atención es un camino a la medicalización”, advierte Perla, que es la directora académica del diplomado superior “Psicoanálisis y Prácticas Socio-Educativas. Aportes para abordar el malestar educativo actual” que busca acompañar a los profesionales que trabajan en contextos complejos, con poblaciones en estado de precariedad material y de desamparo, que se dan en todos los sectores sociales. Pero ella no sólo es crítica con los críticos de los y las adolescentes. También siente que hay otros caminos posibles. “Hay experiencias que logran mirar a los adolescentes, escucharlos y ofertarles propuestas culturales que permiten revertir situaciones de desatención y agresividad”, propone.
¿Por qué se asocia a la adolescencia con un problema?
–Hay una tendencia a sintetizar y a identificar problemas que son complejos y que tienen causalidades múltiples en una formulación que termina responsabilizando a los adolescentes, que manifiestan con sus cuerpos y sus agresividades los síntomas del problema. Pero, en realidad, se trata de de-construir las figuras del adolescente light, apático, violento, drogadicto. Esos nombres son estigmas: se toma un rasgo negativo y se lo convierte en una categoría de orden público. Y, frente a esa operación, hay que pasar del estigma al enigma porque eso nos permite encontrar caminos para abordarlos.
¿Hay que preguntarse por qué un o una adolescente es violento/a o apático/a?
–Habría que sacarlo del estigma de “fulano es un violento” o “fulano es un drogadicto”. Convertirlo en un enigma es decir “no es” sino que “está”. Y preguntarse por qué está de esa manera, pero con la conciencia de que puede estar de otra forma. La idea es ver por qué está violento o agresivo o por qué consume o tiene una adicción. Además, no todas las agresividades son iguales. Se llama “joven violento” tanto al chico que empuja al compañero como al que le pega al profesor o el que tira papelitos. Y, al nombrarlos de la misma manera, se los aborda de la misma manera. Por ejemplo, con la medicalización en el tratamiento de los problemas de la infancia y la adolescencia –como la ritalina– por el supuesto déficit de atención.
¿La falta de atención puede esconder abusos sexuales, violencia familiar, duelos, angustias?
–Sí, y también preocupaciones o aburrimientos, porque lo que pasa en la escuela no le interesa y le interesa lo que pasa afuera. La medicalización genera des-responsabilidad de quienes están a cargo de los chicos y los adolescentes.
¿Hoy la escuela no les presta atención a los adolescentes y les echa la culpa a ellos y ellas de no prestar atención?
–Hay experiencias escolares que tienen una manera de pensar a los adolescentes que no se corresponde con los adolescentes reales que tenemos hoy en las aulas. En cambio, otras experiencias logran mirar a los adolescentes, escucharlos y ofertarles propuestas culturales que permiten revertir situaciones de desatención y agresividad. Un ejemplo: en una escuela media de la ciudad de Buenos Aires –que trabaja con población vulnerable que vive, básicamente, en una villa de emergencia– y donde los niveles de agresividad son muy altos, la directora está convencida de que brindándoles experiencias culturales, baja la agresividad. Desde el prejuicio se supone que no les interesa nada de todo eso porque tienen un capital muy pobre. Sin embargo, los chicos aprecian, se enganchan, atienden a conferencias o arman un elenco de teatro. Hay chicos que parecía que no podían nada y empiezan a poder. El reconocimiento le abre paso al conocimiento.
¿Por qué los chicos y las chicas se pelean? ¿Lo naturalizamos? ¿Les prohibimos que jueguen a la pelota o todo aquello que supuestamente los excita para bajar los niveles de conflicto?
–La experiencia indica que no da resultado tenerlos encorsetados...
¿Pero no hacer nada frente a dos alumnos/as que se están pegando es la solución?
–Frente a la irrupción de situaciones que desbordan, los que se están matando en la puerta, en el recreo, son los chicos. ¿El problema es de los chicos o se expresa en los chicos? Si naturalizamos que el problema es de los chicos, nos desrresponsabilizamos y dejamos que se maten. Muchas veces no es por mala voluntad sino por falta de herramientas, porque las que teníamos ya no nos funcionan, como decirles “basta”. Los chicos ya no entienden esa lógica.
¿Qué pueden hacer los adultos cuando su palabra perdió valor?
–Primero, reconocer que la palabra perdió valor. Perdió autoridad. Pero la pérdida de autoridad de la palabra es en la relación. El problema no está en el chico, sino en la relación. Una de las vías que incrementan el circuito de la violencia es el desentendimiento. Cuando los adultos nos desentenderemos y no sabemos qué hacer le tiramos el problema a la familia o la familia a la escuela.
Pero en el aquí y ahora de las aulas, las docentes no saben qué hacer frente al desborde de los chicos, que también es real...
–El mal es real. Es indudable que hay desborde. Es indudable que hay consumos. El tema es qué tratamiento le damos: el estigma para la patologización o enlazar culturalmente a los chicos.
¿Cómo se hace para llevar este paradigma a la práctica?
–Hay que revisar qué se les está ofreciendo a los chicos. Y establecer una relación más deseante con la cultura. Buscar un cuento o un libro que a mí me encante y leérselo a los chicos es distinto a la inercia o el aburrimiento de “saquen una hoja”. Este camino de explorar en ofrecerles propuestas más atractivas con sustancia –música, multiplicación de los lenguajes, cine– da respuestas interesantes. También otro armado de lo grupal: ¿Qué ofrece la escuela para que los chicos puedan identificarse y armar grupo? Otro ejemplo: la producción de cortometrajes por parte de los chicos en escuela media. La profesora de literatura plantea que no sabe qué hacer para lidiar con la apatía. Toma el armado de cortos. Los chicos se enganchan y ella se da cuenta de que también tenía un problema con su apatía y que, a través de una propuesta innovadora, se le desempolvó el deseo que estaba aplastado. El lenguaje audiovisual, las redes sociales, los mensajes de texto, la música, el cuerpo son posibles puntos de contacto para poder enlazarse y buscar cosas que le interesen.
¿Qué estigmas existen sobre las chicas adolescentes?
–Están insólitamente violentas, se agarran de los pelos, se agarran a piñas, se lastiman, algo que antes era patrimonio de los varones y ahora aparece mucho en las chicas. Es un mal real. El problema es qué hacemos. ¿Lo convertimos en el estigma de “Ya no son las señoritas modositas de antes, ahora son violentas”? Hay una relación con el cuerpo diferente. Las peleas son porque la otra es más linda o la competencia por un novio. Está depositado en la imagen.
Los estereotipos culturales les fomentan violencia...
–Sí, también la promoción de tener que tener objetos y cosas que es otro de los síntomas del capitalismo: hay que tener celulares, tener novios.
¿La violencia entre las chicas está todavía más estigmatizada?
–Hay más asombro y desconcierto porque no hay categorías para leer esa nueva situación.